«Cuando los hombres tienen miedo, es por ellos mismos, pero su odio es por los demás», dice la Peste en el tercer acto de El Estado de Sitio, de Albert Camus. Con esta cita se anuncia en Le Journal du Théâtre de la Ville la próxima presentación de la obra: L’État de siège, este próximo mes de marzo en París. No conocía la pieza y decidí leerla. Aprendí que tras el éxito de la novela La Peste, publicada en 1947, Jean-Louis Barrault invita a Camus para escribir esta obra de teatro en tres actos. Se estrena en 1948.
La historia sucede en una ciudad al borde del mar, Cádiz. Día tras día la vida transcurre tranquila. Una madrugada un cometa desfila por el manto negro del cielo. Anuncia la desgracia. Saltan todas las alarmas. La población comienza a temerse lo peor. Y, de pronto, bruscamente alguien se desploma. El diagnóstico: la Peste. Llega entonces un hombre personificando el mal, susceptible a golpear aquel o aquella que no le obedecerá ciegamente. Es así, como por la vía de la duda, la angustia, el miedo, se instala la dictadura.
El diccionario presenta dos acepciones para la palabra «SITIAR»: 1. Cercar un lugar, especialmente una fortaleza par intentar apoderarse de ella. 2. Cercar a alguien cerrando todas las salidas para apresarlo o rendir su voluntad.
En principio, el esquema histórico de la ciudad «sitiada» es: un enemigo, desde fuera, intenta doblegar a la ciudad. Ésta terminará adoptando una actitud defensiva ante el sitiador. Frente a la tenacidad y superioridad del enemigo, las puertas y murallas de la ciudad, en principio refugio y salvaguarda, acaban convirtiéndola en espacio peligroso. El enemigo la golpea desde fuera. Pero, no es éste el único enemigo, ni siquiera el más temible. Desde dentro, otros enemigos, sin figura humana, el hambre, la enfermedad, la peste... la martirizarán con mayor rigor aún. Son a esos enemigos interiores a los que alude Camus en su obra.
El autor en sus líneas personifica a la Peste y a su Secretaria, la Muerte. Llegan a Cádiz para exigir el control de la ciudad.
EL GOBERNADOR: ¿Qué quieren de mí, forasteros?
EL HOMBRE, en tono cortés: Su puesto.
CORO: ¿Qué? ¿Qué dice?
EL GOBERNADOR: Ha elegido usted mal el momento y esta insolencia puede costarle cara. Pero sin duda hemos entendido mal. ¿Quién es usted?
[...]
EL HOMBRE, en tono natural: Yo soy la peste. ¿Y usted?
EL GOBERNADOR: ¿la peste?
Ante el miedo que suscita el personaje y su secretaria, el Gobernador acaba por ceder su puesto a cambio de permanecer con vida.
El primer alcalde se pliega al nuevo mandatario y, ante el terror de ser marcados con el signo de la muerte, rayados por ésta, se instaura desde ese momento un ambiente de represión para todos los habitantes.
CORO: [...] ¿Qué hace aquí la peste? Nos quiere guardar bajo ella,
nos ama a su manera. Ella desea que seamos felices como ella lo
entiende, no como nosotros queremos. Son los placeres forzados,
la vida fría, la felicidad a perpetuidad. Todo se fija, ya no
sentimos la antigua frescura del viento sobre nuestros labios.
«La Peste reina, es un hecho, y un derecho. Un derecho que no se discute: ustedes deben adaptarse», dice.
LA PESTE, gritando: ¡Márquelos!, ¡Márquelos a todos! ¡Aún lo que no dicen puede escucharse todavía! No pueden protestar más, pero su silencio rechina. ¡Aplásteles sus bocas! Amordáceles y enséñeles las palabras maestras, hasta que ellos también repitan siempre la misma cosa, hasta que se conviertan en los buenos ciudadanos que necesitamos.
El personaje de Diego no teme a los hombres; sin embargo, confiesa en la primera parte su miedo ante la calamidad, la plaga que lo sobrepasa. Ese sentimiento expresado por el Coro: «¡Todos tenemos miedo!» es justificado por el Juez: «Todo el mundo tiene miedo porque ninguno es puro».
El nuevo poder se consolida, de diversas maneras, incluida la herramienta jurídica, asegura el silencio y el orden.
EL JUEZ: Yo no sirvo la ley por lo que ella dice, sino porque es la ley.
DIEGO: ¿Pero si la ley es un crimen?
EL JUEZ: Si el crimen se convierte en ley deja de ser crimen.
El miedo a ser marcados por la Secretaria se apodera de los habitantes de la ciudad. Hasta se convierte en un insulto recíproco durante un momento de tensión entre Diego y Victoria, cada uno de los amantes reclamándole el temor del otro. «¡Tienes miedo! – Detesto la faz de miedo y odio que tienes!».
En las líneas de Camus es el personaje femenino quien formula que el amor es más fuerte que el temor, y empuja a su amado a seguir su ejemplo. Fortalecido por los sentimientos de Victoria, Diego logra entonces pronunciar ante la Secretaria, la Muerte:
DIEGO: ¡Es cierto que usted miente y que mentirá a partir de ahora hasta el fin de los tiempos! ¡Sí! He comprendido bien su sistema. Usted les da el dolor del hambre y de las separaciones para distraerlos de su revuelta. ¡Los agota, les devora su tiempo y sus fuerzas hasta que ellos no tengan ni la distracción ni el impulso del furor! ¡Ellos patalean, estén contentos! Están solos a pesar de su masa, como yo también estoy solo. Cada uno de nosotros está solo a causa de la cobardía de los otros. Pero yo, sometido como ellos, humillado como ellos, le anuncio, sin embargo, que usted no es nada y ese poder desplegado que se pierde de vista, hasta oscurecer el cielo, no es sino una sombra arrojada sobre la tierra, y que en un segundo un viento furioso va a disipar. ¡Creyó usted que todo podía ponerse en cifras y fórmulas! ¡Pero en su bella nomenclatura, ha usted olvidado la rosa salvaje, los signos en el cielo, las caras en el verano, la gran voz del mar, los instantes de desgarre y la cólera de los hombres! (Ella se ríe) No ría. No ría, imbécil. Están perdidos, se lo digo. En el seno de sus aparentes victorias, están ya vencidos, porque hay en el hombre —míreme— una fuerza que ustedes no rebajarán, una clara locura, mezclada de miedo y coraje, ignorante y victoriosa para siempre. Esta fuerza que se levantará y sabrá usted entonces que su gloria fue humo.
«La Peste reina, es un hecho, y un derecho. Un derecho que no se discute: ustedes deben adaptarse», dice.
LA PESTE, gritando: ¡Márquelos!, ¡Márquelos a todos! ¡Aún lo que no dicen puede escucharse todavía! No pueden protestar más, pero su silencio rechina. ¡Aplásteles sus bocas! Amordáceles y enséñeles las palabras maestras, hasta que ellos también repitan siempre la misma cosa, hasta que se conviertan en los buenos ciudadanos que necesitamos.
El personaje de Diego no teme a los hombres; sin embargo, confiesa en la primera parte su miedo ante la calamidad, la plaga que lo sobrepasa. Ese sentimiento expresado por el Coro: «¡Todos tenemos miedo!» es justificado por el Juez: «Todo el mundo tiene miedo porque ninguno es puro».
El nuevo poder se consolida, de diversas maneras, incluida la herramienta jurídica, asegura el silencio y el orden.
EL JUEZ: Yo no sirvo la ley por lo que ella dice, sino porque es la ley.
DIEGO: ¿Pero si la ley es un crimen?
EL JUEZ: Si el crimen se convierte en ley deja de ser crimen.
El miedo a ser marcados por la Secretaria se apodera de los habitantes de la ciudad. Hasta se convierte en un insulto recíproco durante un momento de tensión entre Diego y Victoria, cada uno de los amantes reclamándole el temor del otro. «¡Tienes miedo! – Detesto la faz de miedo y odio que tienes!».
En las líneas de Camus es el personaje femenino quien formula que el amor es más fuerte que el temor, y empuja a su amado a seguir su ejemplo. Fortalecido por los sentimientos de Victoria, Diego logra entonces pronunciar ante la Secretaria, la Muerte:
DIEGO: ¡Es cierto que usted miente y que mentirá a partir de ahora hasta el fin de los tiempos! ¡Sí! He comprendido bien su sistema. Usted les da el dolor del hambre y de las separaciones para distraerlos de su revuelta. ¡Los agota, les devora su tiempo y sus fuerzas hasta que ellos no tengan ni la distracción ni el impulso del furor! ¡Ellos patalean, estén contentos! Están solos a pesar de su masa, como yo también estoy solo. Cada uno de nosotros está solo a causa de la cobardía de los otros. Pero yo, sometido como ellos, humillado como ellos, le anuncio, sin embargo, que usted no es nada y ese poder desplegado que se pierde de vista, hasta oscurecer el cielo, no es sino una sombra arrojada sobre la tierra, y que en un segundo un viento furioso va a disipar. ¡Creyó usted que todo podía ponerse en cifras y fórmulas! ¡Pero en su bella nomenclatura, ha usted olvidado la rosa salvaje, los signos en el cielo, las caras en el verano, la gran voz del mar, los instantes de desgarre y la cólera de los hombres! (Ella se ríe) No ría. No ría, imbécil. Están perdidos, se lo digo. En el seno de sus aparentes victorias, están ya vencidos, porque hay en el hombre —míreme— una fuerza que ustedes no rebajarán, una clara locura, mezclada de miedo y coraje, ignorante y victoriosa para siempre. Esta fuerza que se levantará y sabrá usted entonces que su gloria fue humo.
Al término de la segunda parte, pleno de esa fuerza, una «clara locura,
mezclada de miedo y coraje», Diego vence su propio temor y la Muerte
se confiesa entonces impotente contra él. Pero, más allá de salvarse a sí
mismo, lo importante es salvar a los demás. Es así como en la tercera
parte Diego, héroe solitario, se convierte en héroe solidario.
DIEGO: ¡Perderán el olivo, el pan y la vida si dejan las cosas seguir como están! Hoy les hace falta vencer el temor si desean solamente conservar el pan. ¡Despierta, España!
[...]
DIEGO, en el fondo, con voz tranquila: ¡Viva la muerte, no le tememos!
LA PESTE: ¡Raye a éste!
LA SECRETARIA: ¡Imposible!
LA PESTE: ¿Por qué?
LA SECRETARA: ¡Ya no teme!
Queda aún encontrar buen uso a ese coraje, que no debe servir para volverse contra el opresor con las mismas armas de las cuales éste se ha servido. «Ni el miedo ni el odio» en boca de Diego hace eco al «ni víctimas ni verdugos» de Camus. Tampoco, a despreciar desde lo alto del heroísmo a los hombres que llegaran a claudicar.
La Peste marca con la enfermedad a Victoria para vencer a Diego quien prefiere morir a cambio de la vida de ella.
LA PESTE: ¡Mírame, yo soy la fuerza misma!
DIEGO: Despójate del uniforme.
LA PESTE: ¡Estás loco!
DIEGO: ¡Desvístete! ¡Cuando los hombres de fuerza dejan su uniforme, no son bellos de ver!
LA PESTE: Quizá. ¡Pero su fuerza está en haber inventado el uniforme!
Ante la intención de Diego de morir por su amada, la Peste le propone dejarlos huir a ambos siempre y cuando éste no se interponga en los asuntos de la ciudad. «El amor de esta mujer es mi reino», dice Diego, «Puedo hacer con el lo que desee. Pero la libertad de estos hombres les pertenece. Yo no puedo disponer de ella».
LA PESTE: Uno no puede ser feliz sin hacerle mal a otros. Es la justicia de esta tierra.
DIEGO: No he nacido para consentir a esa justicia.
DIEGO: ¡Perderán el olivo, el pan y la vida si dejan las cosas seguir como están! Hoy les hace falta vencer el temor si desean solamente conservar el pan. ¡Despierta, España!
[...]
DIEGO, en el fondo, con voz tranquila: ¡Viva la muerte, no le tememos!
LA PESTE: ¡Raye a éste!
LA SECRETARIA: ¡Imposible!
LA PESTE: ¿Por qué?
LA SECRETARA: ¡Ya no teme!
Queda aún encontrar buen uso a ese coraje, que no debe servir para volverse contra el opresor con las mismas armas de las cuales éste se ha servido. «Ni el miedo ni el odio» en boca de Diego hace eco al «ni víctimas ni verdugos» de Camus. Tampoco, a despreciar desde lo alto del heroísmo a los hombres que llegaran a claudicar.
La Peste marca con la enfermedad a Victoria para vencer a Diego quien prefiere morir a cambio de la vida de ella.
LA PESTE: ¡Mírame, yo soy la fuerza misma!
DIEGO: Despójate del uniforme.
LA PESTE: ¡Estás loco!
DIEGO: ¡Desvístete! ¡Cuando los hombres de fuerza dejan su uniforme, no son bellos de ver!
LA PESTE: Quizá. ¡Pero su fuerza está en haber inventado el uniforme!
Ante la intención de Diego de morir por su amada, la Peste le propone dejarlos huir a ambos siempre y cuando éste no se interponga en los asuntos de la ciudad. «El amor de esta mujer es mi reino», dice Diego, «Puedo hacer con el lo que desee. Pero la libertad de estos hombres les pertenece. Yo no puedo disponer de ella».
LA PESTE: Uno no puede ser feliz sin hacerle mal a otros. Es la justicia de esta tierra.
DIEGO: No he nacido para consentir a esa justicia.
LA PESTE: ¡Quién te pide que consientas! El orden del mundo no
cambiará según tus deseos! Si quieres que cambie, deja tus
sueños y toma en cuenta lo que es.
DIEGO: No. Yo conozco esa receta. Hay que matar para suprimir al asesino, violentar para sanar la injusticia. ¡Hace siglos que ello perdura! ¡Hace siglos que los señores de tu raza corrompen la herida del mundo so pretexto de sanarlo, y continúan elogiando su receta ya que nadie se les ríe en la narices!
Diego vence una última prueba tras su negativa de dejar a los habitantes de la ciudad bajo el yugo de la Peste. Se reconoce uno entre los demás, a media altura entre ellos, aún en su cobardía. A la Peste no le queda sino el odio y lo marca con la enfermedad. Victoria le implora no dejarse matar por amor a ella.
DIEGO: No, este mundo necesita de ti. Necesita de nuestras mujeres para aprender a vivir. Nosotros, nosotros no hemos sido capaces sino de morir.
VICTORIA: ¡Ah! ¡Era demasiado simple, el amarse en silencio y sufrir lo que había que sufrir! Prefería tu miedo.
La Peste insta a su Secretaria a terminar con la vida de Diego. Sin embargo, ella no siente odio, al contrario se apiada pues Diego ha elegido libremente citarse con ella. Recuerda cuando era asociada al azar, mientras que ahora está al servicio de la lógica y el reglamento.
Ante la Peste irritada, la Secretaria proclama: «¡Quién tendría necesidad de piedad sino aquellos que no sienten compasión por nadie!» El Odio requiere de un «objeto», un «otro» en quien descargar, con quien asociar el sentirnos —el habernos sentido— disminuidos, —el re-sentimiento.
Cuando la Muerte toma la mano de Diego, las mujeres exaltan el valor del amor: «¡Ya que todo no puede ser salvado, aprendamos al menos a preservar la casa del amor! Llegue la peste, la guerra y, todas la puertas selladas, ustedes junto a nosotras, nos defenderemos hasta el final. Entonces, en vez de esta muerte solitaria, poblada de ideas, nutrida de palabras, conocerán la muerte juntos, ustedes y nosotras confundidos en el terrible abrazo del amor!» Es un llamado a rescatar «lo común», el «estar juntos», la solidaridad. Se contrapone a la idea de buscar «sentido de comunidad» en el odio de un «otro», intentar crear unidad a partir del desprecio de un «objeto común».
La Peste y su Secretaria deberán abandonar la ciudad vencidos por la obstinación del amor y la dignidad del individuo. El Coro exclama: «Abran las puertas, que el viento y la sal vengan a recuperar a esta ciudad.»
En una entrevista realizada por Gabriel Marcel para Les Nouvelles litteraires en noviembre 1948, Camus responde: «He querido atacar de frente un tipo de sociedad política que se haya organizado, o se organice, a la derecha o a la izquierda, sobre el modo totalitario.
Ningún espectador de buena fe puede dudar que esta pieza toma partido por el individuo, por la carne en lo que ella tiene de noble, por el amor terrestre, en fin, contra las abstracciones y los terrores del Estado totalitario, sea ruso, alemán o español.
Serios doctores reflexionan todos los días sobre la decadencia de nuestra sociedad en busca de razones profundas. Estas razones sin duda existen. Pero, para los más sencillos entre nosotros, el mal de la época se define por sus efectos, no por sus causas. Se llama el Estado, policial o burocrático.
Su proliferación en todos los países bajo pretextos ideológicos diversos, la insultante seguridad que les dan los medios mecánicos y psicológicos de la represión, constituyen un peligro mortal para lo mejor en cada uno de nosotros».1
DIEGO: No. Yo conozco esa receta. Hay que matar para suprimir al asesino, violentar para sanar la injusticia. ¡Hace siglos que ello perdura! ¡Hace siglos que los señores de tu raza corrompen la herida del mundo so pretexto de sanarlo, y continúan elogiando su receta ya que nadie se les ríe en la narices!
Diego vence una última prueba tras su negativa de dejar a los habitantes de la ciudad bajo el yugo de la Peste. Se reconoce uno entre los demás, a media altura entre ellos, aún en su cobardía. A la Peste no le queda sino el odio y lo marca con la enfermedad. Victoria le implora no dejarse matar por amor a ella.
DIEGO: No, este mundo necesita de ti. Necesita de nuestras mujeres para aprender a vivir. Nosotros, nosotros no hemos sido capaces sino de morir.
VICTORIA: ¡Ah! ¡Era demasiado simple, el amarse en silencio y sufrir lo que había que sufrir! Prefería tu miedo.
La Peste insta a su Secretaria a terminar con la vida de Diego. Sin embargo, ella no siente odio, al contrario se apiada pues Diego ha elegido libremente citarse con ella. Recuerda cuando era asociada al azar, mientras que ahora está al servicio de la lógica y el reglamento.
Ante la Peste irritada, la Secretaria proclama: «¡Quién tendría necesidad de piedad sino aquellos que no sienten compasión por nadie!» El Odio requiere de un «objeto», un «otro» en quien descargar, con quien asociar el sentirnos —el habernos sentido— disminuidos, —el re-sentimiento.
Cuando la Muerte toma la mano de Diego, las mujeres exaltan el valor del amor: «¡Ya que todo no puede ser salvado, aprendamos al menos a preservar la casa del amor! Llegue la peste, la guerra y, todas la puertas selladas, ustedes junto a nosotras, nos defenderemos hasta el final. Entonces, en vez de esta muerte solitaria, poblada de ideas, nutrida de palabras, conocerán la muerte juntos, ustedes y nosotras confundidos en el terrible abrazo del amor!» Es un llamado a rescatar «lo común», el «estar juntos», la solidaridad. Se contrapone a la idea de buscar «sentido de comunidad» en el odio de un «otro», intentar crear unidad a partir del desprecio de un «objeto común».
La Peste y su Secretaria deberán abandonar la ciudad vencidos por la obstinación del amor y la dignidad del individuo. El Coro exclama: «Abran las puertas, que el viento y la sal vengan a recuperar a esta ciudad.»
En una entrevista realizada por Gabriel Marcel para Les Nouvelles litteraires en noviembre 1948, Camus responde: «He querido atacar de frente un tipo de sociedad política que se haya organizado, o se organice, a la derecha o a la izquierda, sobre el modo totalitario.
Ningún espectador de buena fe puede dudar que esta pieza toma partido por el individuo, por la carne en lo que ella tiene de noble, por el amor terrestre, en fin, contra las abstracciones y los terrores del Estado totalitario, sea ruso, alemán o español.
Serios doctores reflexionan todos los días sobre la decadencia de nuestra sociedad en busca de razones profundas. Estas razones sin duda existen. Pero, para los más sencillos entre nosotros, el mal de la época se define por sus efectos, no por sus causas. Se llama el Estado, policial o burocrático.
Su proliferación en todos los países bajo pretextos ideológicos diversos, la insultante seguridad que les dan los medios mecánicos y psicológicos de la represión, constituyen un peligro mortal para lo mejor en cada uno de nosotros».1
«Nuestro siglo xx es el siglo del temor», escribió Camus en Combat en
noviembre de 1946. El miedo es el hilo conductor de su obra. ¿Qué
puede vencer al miedo sino es el amor?, entre Diego y Victoria, y, en el
contexto político, la solidaridad.
La pieza de 1948, escrita por un hombre europeo de posguerra, es considerada una alegoría de la Ocupación, de la dictadura fascista, de los totalitarismos. ¿Habrá perdido su actualidad?
El Miedo y el Odio mantienen a la humanidad en Estado de Sitio.
Muy cerca del mar, al otro lado de la montaña, la historia sucede en una ciudad, Santiago de León de Caracas...
Helena Arellano Mayz
28 i 2017
La pieza de 1948, escrita por un hombre europeo de posguerra, es considerada una alegoría de la Ocupación, de la dictadura fascista, de los totalitarismos. ¿Habrá perdido su actualidad?
El Miedo y el Odio mantienen a la humanidad en Estado de Sitio.
Muy cerca del mar, al otro lado de la montaña, la historia sucede en una ciudad, Santiago de León de Caracas...
Helena Arellano Mayz
28 i 2017
1 Albert Camus, L’État de siège, Éditions Gallimard, 1948, 1998, p.208