Teniendo buena salud, tres hijos maravillosos, unos padres más viejitos pero sanos dentro de lo que el calendario permite, un marido amoroso, leal, mejor padre y amigo, más las tres comidas aseguradas, uno no puede decir otra cosa sino que lo está pasando bomba, estelar, mejor imposible, para tirar cohetes pues, pero como soy la eterna inconforme en cuanto al estado actual de las cosas en mi país, tengo que decir que sí, que soy afortunada por todos los haberes que me ha dado la vida, pero que ese dolor de alma que arrastro por lo que nos sucede a los venezolanos me sitúa en un territorio agridulce.
Es un duelo que no termino de resolver porque no está dentro de mí sino ahí fuera mordiendo con más fuerza cada día viendo como la desintegración de Venezuela se hace más cruenta, rodeada de gente humillada comiendo de la basura, de enfermos muriendo de mengua por falta de medicinas básicas, siendo víctima del hampa desatada que cobra vidas de a por miles, viendo con angustia los cientos de perros abandonados por sus dueños porque no tienen como alimentarlos, siendo testigo y parte de muchos, muchísimos venezolanos que han visto sus sueños hechos añicos, resintiendo ser parte de esta nueva modalidad de familia desperdigada por el mundo a merced de Skype para no olvidar sus caras, palpando la desesperanza que campea en los corazones de la mayoría. Ese dolor, ese desasosiego, esa rabia, esa gran arrechera no se me quita y no se me va a quitar nunca porque los vidrios rotos ya no se pueden pegar, no habrá perdón para aquellos que, directa e indirectamente, han aniquilado éste país.
Sí, celebré mi cumpleaños y, entre muchas bondades y una rica torta de chocolate, el último bocado se lo ofrecí en silencio a aquellos que lo han perdido todo por culpa del maldito socialismo del siglo XXI