12 de agosto de 2014

¿Por qué el odio a Israel?


Esta es una crónica de la periodista española Pilar Rahola que publicó el portal Ideas de Babel en agosto de 2013. Rahola, como periodista, cubrió la primera guerra del Golfo desde Jerusalem.

Lunes por la noche, en Barcelona. En el restaurante, un centenar de abogados y jueces. Se han reunido para oír mis opiniones sobre el conflicto de Oriente Medio. Saben que soy un barco heterodoxo, en el naufragio del pensamiento único que impera en mi país, sobre Israel. Quieren escucharme. Alguien razonable como yo, dicen, ¿por qué se arriesga a perder la credibilidad, defendiendo a los malos, a los culpables? Les digo que la verdad es un espejo roto, y que todos tenemos algún fragmento. Y provoco su reacción: “todos ustedes se creen expertos en política internacional, cuando hablan de Israel, pero en realidad no saben nada. ¿Se atreverían a hablar del conflicto de Ruanda, de Cachemira, de Chechenia?”. No. Son juristas: su terreno no es la geopolítica. Pero con Israel se atreven. Se atreve todo el mundo. ¿Por qué? Porque Israel está bajo la permanente lupa mediática y su imagen distorsionada, contamina los cerebros del mundo. Y, porque forma parte de lo políticamente correcto, porque parece solidario, porque sale gratis hablar contra Israel. Y así, personas cultas, cuando leen sobre Israel están dispuestas a creerse que los judíos tienen seis brazos, como en la Edad Media creían todo tipo de barbaridades. Sobre los judíos de antaño y los israelíes de hoy, todo vale.

La primera pregunta, pues, es por qué tanta gente inteligente, cuando habla sobre Israel, se vuelve idiota. El problema que tenemos quienes no demonizamos a Israel, es que no existe el debate sobre el conflicto, existe la pancarta; no nos cruzamos ideas, nos pegamos con consignas; no gozamos de informaciones serias, sufrimos periodismo de hamburguesa, fast food, lleno de prejuicios, propaganda y simplismo. El pensamiento intelectual y el periodismo internacional, ha dimitido en Israel. No existe. Es por ello que cuando se intenta ir más allá del pensamiento único, pasa a ser sospechoso, insolidario y reaccionario, y es inmediatamente segregado. ¿Por qué?

Hace años que intento responder a esta pregunta: ¿por qué? ¿Por qué de todos los conflictos del mundo, solo interesa éste? ¿Por qué se criminaliza un pequeño país, que lucha por su supervivencia? ¿Por qué triunfa la mentira y la manipulación informativa, con tanta facilidad? ¿Por qué todo es reducido a una simple masa de imperialistas asesinos? ¿Por qué las razones de Israel nunca existen? ¿Por qué nunca existen culpas palestinas? ¿Por qué Arafat es un héroe, y Sharon un monstruo? En definitiva, ¿por qué, siendo el único país del mundo amenazado con la destrucción, es el único al que nadie considera víctima?

No creo que exista una única respuesta a estas preguntas. Al igual que es imposible explicar completamente la maldad histórica del antisemitismo, tampoco resulta posible explicar la imbecilidad actual del antiisraelismo. Ambas beben de las fuentes de la intolerancia, la mentira y el prejuicio. Si, además, aceptamos que el antiisraelismo es la nueva forma de antisemitismo, concluimos que han cambiado las contingencias, pero se mantienen intactos los mitos más profundos, tanto del antisemitismo cristiano medieval, como del antisemitismo político moderno. Y esos mitos han desembocado en el relato sobre Israel. Por ejemplo, el judío medieval que mataba niños cristianos para beber su sangre, conecta directamente con el judío israelí que mata niños palestinos, para quedarse sus tierras. Siempre son niños inocentes y judíos oscuros. Por ejemplo, los banqueros judíos que querían dominar el mundo a través de la banca europea, según el mito de los Protocolos, conecta directamente con la idea de que los judíos de Wall Street dominan el mundo a través de la Casa Blanca. El dominio de la prensa, el dominio de las finanzas, la conspiración universal, todo aquello que configuró el odio histórico contra los judíos, desemboca hoy en el odio a los israelíes. En el subconsciente, pues, late el ADN antisemita occidental, que crea un eficaz caldo de cultivo. Pero, ¿qué late en el consciente? ¿Por qué hoy surge con tanta virulencia una renovada intolerancia, ahora centrada, no en el pueblo judío, sino en el Estado judío? Desde mi punto de vista, ello tiene motivos históricos y geopolíticos, entre otros el cruento papel soviético durante décadas, los intereses árabes, el antinorteamericanismo europeo, la dependencia energética de Occidente y el creciente fenómeno islámico.

Pero también surge de un conjunto de derrotas que sufrimos como sociedades libres y que desemboca en un fuerte relativismo ético.

Derrota moral de la izquierda. Durante décadas, la izquierda levantó la bandera de la libertad, allí donde existía la injusticia, y fue la depositaria de las esperanzas utópicas de la sociedad. Fue la gran constructora de futuro. A pesar de que la maldad asesina del estalinismo hundió esas utopías y dejó a la izquierda como el rey desnudo, despojada de atuendos, ha conservado intacta su aureola de lucha, y aún marca las pautas de los buenos y los malos del mundo. Incluso aquellos que nunca votarían posiciones de izquierdas, otorgan un gran prestigio a los intelectuales de izquierdas, y permiten que sean ellos los que monopolicen el concepto de solidaridad.

También hoy, como ayer, esa izquierda perdona ideologías totalitarias, se enamora de dictadores y, en su ofensiva contra Israel, ignora la destrucción de derechos fundamentales. Odia a los rabinos, pero se enamora de los imanes; grita contra el Tzahal (ejército israelí), pero aplaude a los terroristas de Hamás; llora por las víctimas palestinas, pero desprecia a las víctimas judías; y cuando se conmueve por los niños palestinos, solo lo hace si puede culpar a los israelíes. Nunca denunciará la cultura del odio, o su preparación para la muerte, o la esclavitud que sufren sus madres. Y mientras alza la bandera de Palestina, quema la bandera de Israel. Hace un año, en el Congreso de AIPAC en Washington, hice las siguientes preguntas: “¿Qué patologías profundas alejan a la izquierda de su compromiso moral? ¿Por qué no vemos manifestaciones en París o en Barcelona en contra de las dictaduras islámicas? ¿Por qué no hay manifestaciones en contra de la esclavitud de millones de mujeres musulmanas? ¿Por qué no se manifiestan en contra del uso de niños bombas, en los conflictos donde el Islam está implicado? … Porque la izquierda que soñó utopías ha dejado de soñar, quebrada en el Muro de Berlín de su propio fracaso. Ya no tiene ideas, sino consignas. Ya no defiende derechos, sino prejuicios. Y el mayor prejuicio de todos es el que tiene contra Israel. Acuso, pues, de forma clara: la principal responsabilidad del nuevo odio antisemita, disfrazado de antiisraelismo, proviene de aquellos que tendrían que defender la libertad, la solidaridad y el progreso. Lejos de ello, defienden a déspotas, olvidan a sus víctimas y callan ante las ideologías medievales que quieren destruir la civilización. La traición de la izquierda es una auténtica traición a la modernidad.

Derrota del periodismo. Tenemos un mundo más informado que nunca, pero no tenemos un mundo mejor informado. Al contrario, las autopistas de la información nos conectan con cualquier punto del planeta, pero no nos conectan ni con la verdad ni con los hechos. Los periodistas actuales no necesitan mapas, porqué tienen Google Earth, no necesitan saber historia, porqué tienen Wikipedia. Los históricos periodistas que conocían las raíces de un conflicto, aún existen, pero son una especie en vías de extinción, devorados por este periodismo de hamburguesa que ofrece noticias fast-food, a lectores que desean información fast-food. Israel es el lugar del mundo más vigilado y, sin embargo, el lugar del mundo menos comprendido. Por supuesto, también influye la presión de los grandes lobbys del petrodólar, cuya influencia en el periodismo es sutil pero profunda. Cualquier mass media sabe que si habla contra Israel, no tendrá problemas. Pero ¿qué ocurrirá si critica a un país islámico? Sin duda, entonces, se complicará la vida. No nos confundamos. Parte de la prensa que escribe contra Israel, se vería reflejada en una aguda frase de Goethe: “nadie es más esclavo que el que se tiene por libre, sin serlo”. O también en otra, más cínica, de Mark Twain: “Conoce primero los hechos y luego distorsiónalos cuanto quieras”.

Derrota del pensamiento crítico. A todo ello, cabe sumar el relativismo ético que define el momento actual, y que se basa, no en la negación de los valores de la civilización, sino en su banalización. ¿Qué es la modernidad? Personalmente lo explico con este pequeño relato: si me perdiera en una isla desierta, y quisiera volver a fundar una sociedad democrática, solo necesitaría tres libros: las Tablas de la Ley, que establecieron el primer código de la modernidad. “El no matarás, no robarás,…” fundó la civilización moderna. El código penal romano. Y la Carta de Derechos Humanos. Y con estos tres textos, volveríamos a empezar. Estos principios, que nos avalan como sociedad, son relativizados, incluso por aquellos que dicen defenderlos. “No matarás”…, depende de quien sea el objetivo…, piensan aquellos que, por ejemplo en Barcelona, se manifestaron con gritos a favor de Hamás. “Vivan los derechos humanos”…, depende de a quien se aplican, y por ello no preocupan millones de mujeres esclavas. “No mentirás”…, depende de si la información es un arma de guerra a favor de una causa. La masa crítica social se ha adelgazado y, al mismo tiempo, ha engordado el dogmatismo ideológico. En ese doble viraje, los valores fuertes de la modernidad han sido substituidos por un pensamiento débil, vulnerable a la manipulación y al maniqueísmo.

Derrota de la ONU. Y con ella, una rotunda derrota de los organismos internacionales que deben velar por los derechos humanos, y que se han convertido en muñecos rotos en manos de déspotas. La ONU solo sirve para que islamofascistas como Ahmadineyad, tengan un altavoz planetario desde donde escupir su odio. Y, por supuesto, para atacar sistemáticamente a Israel. También contra Israel, la ONU vive mejor.

Finalmente, derrota del Islam. El Islam de las luces sufre hoy el violento ataque de un virus totalitario que intenta frenar su desarrollo ético. Este virus usa el nombre de Dios para perpetrar los horrores más inimaginables: lapidar mujeres, esclavizarlas, usar embarazadas y jóvenes con retraso mental como bombas humanas, adiestrar en el odio, y declarar la guerra a la libertad. No olvidemos, por ejemplo, que nos matan con móviles vía satélite conectados… con la Edad Media…

Si el estalinismo destruyó a la izquierda, y el nazismo destruyó a Europa, el fundamentalismo islámico está destruyendo al Islam. Y también tiene, como las otras ideologías totalitarias, un ADN antisemita. Quizás el antisemitismo islámico es el fenómeno intolerante más serio de la actualidad, no en vano afecta a más de 1.300 millones de personas educadas, masivamente, en el odio al judío.

En la encrucijada de estas derrotas se encuentra Israel. Huérfano de una izquierda razonable, huérfano de un periodismo serio y de una ONU digna, y huérfano de un Islam tolerante, Israel sufre el violento paradigma del siglo XXI: la falta de compromiso sólido con los valores de la libertad. Nada resulta extraño. La cultura judía encarna, como ninguna, la metáfora de un concepto de civilización que hoy sufre ataques por todos los flancos. Ustedes son el termómetro de la salud del mundo. Siempre que el mundo ha tenido fiebre totalitaria, ustedes han sufrido. En la Edad Media española, en las persecuciones cristianas, en los progroms rusos, en el fascismo europeo, en el fundamentalismo islámico. Siempre, el primer enemigo del totalitarismo ha sido el judío. Y en estos tiempos de dependencia energética y desconcierto social, Israel encarna, en propia carne, al judío de siempre.

Una nación paria entre las naciones, para un pueblo paria entre los pueblos. Es por ello que el antisemitismo del siglo XXI se ha vestido con el eficaz disfraz del antiisraelismo. ¿Toda la crítica contra Israel es antisemita? No. Pero, todo el antisemitismo actual se ha volcado en el prejuicio y la demonización contra el Estado judío. Un nuevo vestido para un viejo odio.

Dijo Benjamin Franklin: “donde mora la libertad, allí está mi patria”. Y añadió Albert Einstein: “la vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”. Este es el doble compromiso aquí y hoy: no sentarse nunca a ver pasar el mal y defender siempre las patrias de la libertad.
Gracias.


22 de marzo de 2014

Dudamel, el cándido


por Eduardo Fuenmayor

El jueves 20 de marzo Gustavo Dudamel visitó Montreal junto a la Orquesta Filarmónica de los Ángeles, de la cual es director titular. La Presse ya había anunciado que no concedería entrevistas durante su estadía en la ciudad, lo cual no es de extrañar. Este último mes, la luz de los reflectores se ha visto opacada por el descontento de exiliados venezolanos que se reúnen para reclamarle a este prodigio de la música por su silencio cómplice con los abusos del chavismo y por haberse prestado para dirigir una serie de conciertos que se realizaron en Venezuela en medio de la brutal represión que el gobierno del presidente Nicolás Maduro ha ejercido contra las protests opositoras. A ojos de la oposición, el Titánic de la revolución bolivariana se hunde y Dudamel le pone música. “Este último mes no ha sido fácil”, confesó al periodista Michael Cooper en entrevista para la serie Time Talks del New York Times, el pasado 15 de marzo.

Precisamente en esa entrevista Dudamel hace mención a un punto que ha pasado totalmente inadvertido: dijo estar convencido de que “vivimos en el mejor de los mundos posibles” y que se identificaba con el filósofo Pangloss, personaje creado por Voltaire en su novela filosófica Cándido, o el optimista para ridiculizar al matemático y filósofo alemán Gottfried Wilhelm von Leibniz, quien a finales del siglo XVII defendió la idea de que, puesto que no existe efecto sin causa, el mundo en el que vivimos no puede ser sino el mejor de los mundos posibles.

“Cuando estaba leyendo el Cándido de Voltaire,” dijo Dudamel, “me sentí conectado con Pangloss, este filósofo que piensa que estamos viviendo en el mejor de los mundos posibles. Y yo creo eso, porque esta es nuestra vida, estamos viviendo este mundo y tenemos que sentir todos los elementos de la vida: sufrimiento, felicidad, todo este tipo de elementos humanos que necesitamos. Y yo creo que este momento hará a mi país crecer y ser mejor”.

Esta curiosa, más bien desafinada conexión que Dudamel dice sentir con Pangloss se presta para múltiples interpretaciones. Pero comencemos por recordar quién es Pangloss.

Pangloss aparece a primera vista como una especie de filósofo hippie, un idealista cuyas buenas intenciones lo mantienen desconectado de su realidad más inmediata y brutal. Pero pronto descubrimos que es uno más de los tantos aduladores del barón de Westfalia, a quien todos llaman “Monseñor” y le ríen las gracias. Cambiemos Monseñor por Comandante y Westfalia por Venezuela y la simbología se tornará mucho más actual.

Pero la lógica panglossiana pasa de idealista a teneborsa cuando el filósofo defiende que los males del mundo, incluso aquellos creados por los humanos como las guerras, son “indispensables” y que “las desgracias particulares contribuyen al bien general, de manera que a más desgracias particulares mejor va todo”. No es difícil observar que la puesta en práctica de un razonamiento similar en el ámbito político resultó siendo la base de los tantos regímenes fascistas que marcaron el siglo XX y que su aplicación en Venezuela durante quince largos años de chavismo ha llevado al país al borde de la ruina y la guerra fratricida.

Al final del libro, Pangloss aparecerá como lo que en verdad es: un cínico o, en el mejor de los casos, un alma mediocre empecinada en morir equivocada. Así, luego vivir las mil y un tragedias, Cándido le pregunta a su maestro: “¡Y bien, mi querido Pangloss! (…) ¿seguís pensando que todo está perfectamente en el mundo aun cuando hayáis sido ahorcado, disecado, molido a golpes y hayáis remado en galera?” Pangloss acaba por confesar que “siempre había sufrido muchísimo, pero que, como una vez había defendido que todo estaba perfecto, seguía defendiéndolo aun sin creérselo”.

¿Qué es entonces lo que tanto admira Gustavo Dudamel de este oscuro personaje? ¿Sugiere con esta alusión que la Venezuela del chavismo es el mejor de los mundos posibles?

“Estos son tiempos difíciles”, contesta incómodo Dudamel la pregunta que le hace Michael Cooper sobre las protestas en Venezuela. “Yo creo en el derecho de la gente a protestar porque esos son derechos. Y creo que lo importante en este momento es sentarse y pensar. Hay dos formas de reaccionar: por instinto o por la razón. Yo amo pensar, porque de alguna forma es lo que hago.”

“Pero si algo puedo decir es que necesitamos sentarnos y respetar: respetar lo que el otro piensa porque al final eso es la democracia”, continúa. “Venezuela es un país muy joven. Si miras la historia de Venezuela, estos últimos doscientos años, es una historia corta. Es una historia en evolución, pero miro y todavía veo a Venezuela como una bella adolescente que está tratando de encontrar su forma de vivir”. Ciertamente, a ojos de un revolucionario, la revolución siempre es joven.

Dudamel se incomoda aún más cuando el periodista lo presiona preguntándole, palabras más o menos, cuán subjetiva es la razón cuando la violencia se ejerce más de un lado (el del gobierno) que de otro (los manifestantes). “¿Quién tiene la razón?”, contesta Dudamel. “La razón es muy subjetiva… Lo que quiero decir, honestamente, es que yo condeno firmemente la violencia, completamente, venga de donde venga, porque con violencia no llegaremos a ningún punto… Es un tiempo para mi país para la reflexión, para el diálogo muy sincero, respetuoso…”

Dudamel afirma que ha pasado un mes reflexionando, pensando. Debemos interpretar entonces que esas reflexiones han gravitado en torno a la idea de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que Pangloss es un modelo a seguir. Y yo no dudo de que esa sea la realidad particular de Dudamel: un talentoso joven venezolano de orígenes humildes que muy temprano en la vida alcanza fama y fortuna mundial. Pero es imposible escuchar hablar de la Venezuela actual como el mejor de los mundos posibles sin indignarse o cuando menos reírse amargamente. ¿Le dirá Dudamel a las familias de los casi 200 mil venezolanos asesinados por la delincuencia en estos quince años de gobierno chavista que su pérdida, aunque irreparable, ocurrió en el mejor de los mundos posibles? A las miles de empresas expropiadas y hoy totalmente quebradas; a los dieciséis mil empleados de PDVSA despedidos ilegalmente por ir a huelga y a los otros miles despedidos y perseguidos por firmar en el referendo revocatorio contra Chávez en el 2004; a la mitad del país que en las pasadas elecciones presidenciales votó a favor de Henrique Capriles; al país asediado por una inflación oficial de 56% y la escasez de productos básicos como la leche y el papel tualé; a los presos políticos y los estudiantes que hoy se encuentran en la calle protestando porque el chavismo les robó su futuro, o como dicen ellos, les quitó tanto que les quitó hasta el miedo; a todos ellos, ¿les dirá Dudamel que, aunque no puedan verlo, en realidad viven en el mejor de los mundos posibles?

Casi al final, Dudamel ilustra su idea de unión y convivencia: “Cuando toco en mi país tenemos en la audiencia gente que piensa diferente, completamente diferente. Tienen diferentes posiciones sociales, pueden ser pobres, tener dinero, pueden ser de religiones diferentes… Pero cuando estamos tocando, ellos están unidos y no piensan en eso. El Sistema es un símbolo de unión”.

El Sistema es símbolo de unión, sugiere Dudamel, porque mientras la orquesta toca, la audiencia calla y se olvida de sus diferencias. El problema, maestro, es que el único régimen en el que se dialoga en silencio es la dictadura. Las diferencias no son para callarlas ni para esconderlas, sino para expresarlas, debatirlas y consensuarlas. El respeto consiste en reconocer el pensamiento disidente, aunque no se lo comparta, un principio que el mismo Voltaire defendió enérgicamente aun al verse amenazado y perseguido por la Inquisición tras la publicación del Cándido. Tiendo a creer, maestro, que la razón no es tan subjetiva cuando se tiene una bota en el rostro, un fusil en el ano o una bala en la cabeza, mucho menos cuando la Asamblea Nacional de un país conforma una Comisión de la Verdad sin miembros de la oposición y el gobierno llama a sus “enemigos” a dialogar… insultándolos.

Me gustaría saber cómo les explicará Dudamel a los casi 1600 jóvenes detenidos en el último mes por protestar contra el gobierno de Nicolás Maduro que los perdigonazos sufridos a quemarropa, las torturas recibidas y las vacunas de hasta diez mil dólares que militares y policías les cobran para liberarlos son el mejor de los mundos posibles. O si se atrevería siquiera a defender una idea semejante frente a Marivinia Jiménez, golpeada salvajemente por una militar y luego acusada ella misma, la víctima, de cinco delitos, entre ellos “agresión a tres funcionarios públicos”. Eso, por no mencionar a las familias de los más de treinta venezolanos y venezolanas asesinados en este mes de protestas.

¿De qué sirve, en suma, querer “salvar” al Sistema de las garras destructivas del chavismo si, como dice Gabriela Montero, para entonces ya no nos quedará país?

En la cárcel, Cándido se preguntaba, con ironía: “Si este es el mejor de los mundos posibles, ¿cómo serán los otros?”

El mundo es un lugar muy desafinado, maestro. En sus manos está usar su enorme talento para crear armonía… o contribuir con el caos.

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Eduardo Fuenmayor es un periodista venezolano y MA in Communications (Concordia University) residenciado en Montreal.