8 de enero de 2008

El Viejito

Este cuento me lo envía un amigo que supo de la partida de mi abuelita pensando que me gustaría, no se quivocó. Hoy lo quiero compartir con ustedes



por Pep Bruno

El viejito estaba en la cama del hospital, respiraba suavemente y tenía los ojos cerrados. A su lado, su hija sentada en un butacón; al pie de la cama, sus dos hijos. Detrás, en la sombra, el resto de la familia: una nuera, un yerno, dos nietos, la esposa de uno de ellos y dos bisnietos. Todos en silencio.
Entonces el viejito abrió los ojos y con energías renovadas se levantó, se vistió (sin olvidarse el guardapolvo y la visera) y con paso alegre salió de la habitación. Caminó sin detenerse hasta salir del hospital y llegar a la calle, allí trató de orientarse, dudó unos segundos y, de nuevo, se puso en marcha.
Era el día de Navidad y había poco tráfico a esa hora. El viejito caminaba por las calles que fueron y sonreía cada vez que algún rincón le traía antiguos recuerdos. Se sentó en un banco al final de la rambla, al lado de la iglesia. Hasta allí llegaba el rumor lejano del mar. Buscó en sus bolsillos un lápiz y un cuaderno para anotar algo que se le acababa de ocurrir pero sólo encontró un puñado de cacahuetes en uno de ellos. Se puso de nuevo en camino mientras iba pelando y mordisqueando los cacahuetes hasta que llegó a la vieja casa.
El oscuro zaguán daba a una escalera perezosa, de madera, que llevaba hasta la cuarta planta. El viejito se detuvo en el primer piso, frente a la puerta abierta. Antes de entrar respiró hondo, ¡habían pasado tantos años! Por fin dio unos pasos y entró en la vivienda. A mano izquierda estaba la habitación de su hija; de frente la sala que comunicaba con su cuarto, el de su hijo mayor y la biblioteca; a la derecha, el comedor. Tras dudar unos instantes entró en el comedor. Las puertas de cristal estaban abiertas y la luz entraba a raudales desde el patio. El viejito cerró las puertas de cristal y atravesó el comedor, pasó por la despensa y entró en la enorme cocina. Desde allí, ahora sí, salió al patio. El emparrado estaba perdiendo las hojas y algunas macetas tenían plantas marchitas. Al fondo del patio unas escaleras que daban a una pared, a su lado, un pozo; a mano izquierda la entrada en la casa (la biblioteca, el cuarto de baño, la habitación del hijo menor…) y, junto a las escaleras, la entrada al taller. El viejito sonrió: todavía tenía muchos proyectos pendientes en ese taller, sólo le hacía falta algo de tiempo para ponerlos en marcha.
Siguió paseando por el patio. Con la yema de los dedos tocaba las paredes encaladas. Llegó a las escaleras que bajaban hasta el jardín. Se asomó. Allí, en el merendero bajo la sombra del limonero, había alguien. Una mujer. El viejito comenzó a bajar, despacio, las escaleras. La fuente cantaba tímida mientras los pájaros revoloteaban alegres en la fronda del pino (un columpio sin niños se balanceaba colgado de una de sus ramas). Los lirios salpicaban de blanco y amarillo todo el jardín. El membrillo doblaba las ramas por el peso de sus frutos. El viejito llegó al merendero. Bajo la sombra del limonero estaba ella que, al verlo, sonrió y dijo: te estaba esperando.
El viejito se sentó junto a ella y miró a su alrededor: el jardín estaba precioso. Arriba, en la baranda del patio, había gente que le decía adiós, eran sombras. El viejito les contestó sonriendo y alzando la mano en un gesto suave. Adiós.
En el hospital toda la familia lloraba su ausencia.

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