1 de octubre de 2007

La Marca

por MANUEL VICENT

Antes de que el niño llegue al uso de razón, su cerebro ya ha sido inoculado con todos los elementos fundamentales de los que no podrá desprenderse a lo largo de la vida. La papilla de cereales irá acompañada con canciones de cuna, que hablarán de ángeles, nubes blancas y dulces sueños, con palabras pronunciadas en una lengua que ya será para siempre indeleble. Éste es el primer ingrediente de la magdalena de Proust. De las cuatro esquinas de la cama los ángeles saltarán directamente al fondo del subconsciente de la criatura y enseguida llegará también la figura del demonio junto con el miedo a la oscuridad. El complejo de Edipo o de Electra comenzará a desarrollarse cuando un desconocido la tome en brazos y le pregunte a quién quiere más, a papá o a mamá, exigiéndole una respuesta súbita. El árbol de la ciencia del bien y del mal a cuya sombra germinará la inteligencia, está lejos todavía. Durante los primeros siete años, el cerebro del niño se halla a merced de todas las sensaciones y con ellas la magdalena de Proust irá tomando condimento, volumen y perfume. Las lecciones del catecismo, las caricias maternales, el pan de la alacena, las primeras advertencias del padre, el fuego del infierno, el aprender a atarse los zapatos, el volteo de campanas, la historia sagrada, los primeros juegos, los símbolos de la patria, las banderas, el equipo de fútbol, los himnos, los cuadernos, el primer castigo, el álbum de cromos, los escudos, el primer premio, el amor de los hermanos, las primeras lágrimas, la tarta de chocolate de cumpleaños y envuelto en papel de regalo, Dios propiamente dicho formando el sabor de la magdalena de Proust, que un día lejano ascenderá a la superficie mojada con camomila. La Iglesia considera que este territorio le pertenece por derecho divino, no está dispuesta a negociarlo con nadie y lo defiende a cara de perro contra el Estado. Aparte del negocio de la enseñanza, la Iglesia sabe muy bien que cualquier sensación irracional que se acuñe en la virginidad de la conciencia se convertirá en una marca imborrable. Cuando la inteligencia ocupe el córtex del cerebro y el individuo trate de desmontar todas las piezas que constituyen su espíritu, le será imposible separar la razón y la creencia, la educación y la memoria. A la Iglesia le importa muy poco lo que aquel niño haga a lo largo de la vida, porque está segura de que en una tarde de melancolía le emergerá Dios dentro de una magdalena y al final, aunque solo sea como cadáver, espera que vuelva al templo.

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