15 de junio de 2008

Menú de nueve euros

Elvira Lindo escribe en El Pais de España, sus artículos son divertidos, inteligentes, mordaces, impelables.
Les dejo este para que lo disfruten.

Yo tenía por norma no dar consejos. Lo he llevado a rajatabla hasta hace cosa de dos años. Pero el tiempo me ha arrojado a la madurez y ahora los doy, aun sabiendo que en mi juventud no me sirvieron de nada. A mi actual estado de consejera se une el que aquí, a Nueva York, me llega gente muy joven con la intención de hacerse un hueco en eso que llaman el mundo artístico. Yo, cuando puedo, los disuado. Querer ser artista es, a mi juicio, un error de consecuencias incalculables; el resultado de esa educación que, con la falsa coartada de la igualdad, enseña a las criaturas que lo importante es el deseo, por encima de las capacidades que se tengan para lograrlo. Con Nueva York hay que tener cuidado porque es la ciudad en la que se puede sobrevivir haciendo gilipolleces que no llevan a ninguna parte. De esa avalancha que llega, un uno por ciento (o menos) encuentra una ocupación sólida, la mayor parte regresa a casa, y luego hay una serie de gente que se queda lampando, actores de quinta, artistas plásticos de tercera que exponen en gimnasios, músicos que no llegan ni a pasar el examen que se exige para tocar en el metro. Hace catorce años conocí aquí a uno de esos artistas emergentes, un extremeño que hacía arte con el fax. Sólo con el fax. ¡A él no le hablaras de otro soporte! Era la suya una especialización a cara de perro. Pero la era dorada del fax pasó. No sé si semejantes obras de arte acabarían en la basura, pero mucho me temo que el muchacho, que se tenía por artista conceptual, buscaría otro soporte al que aferrarse. Y a lo mejor tenía razón en su empeño, hay muchos como él que acaban en las bienales del Whitney. Cuando yo era pequeña y decías que querías ser artista la cosa sonaba como a Concha Velasco. Los artistas eran las estrellas del cine, el resto eran pintores, escultores, modistas o escritores. Oficios. Con la ampliación de la palabra "artista" a cualquier actividad que implique algo de imaginación, el término se ha abaratado. Los padres mismos están pendientes de que el niño haga el más mínimo garabato para declarar que les ha salido artista. Imposible meterles en la cabeza que cualquier criatura menor de diez años tiene un talento artístico fuera de toda duda, lástima que el talento se pierda y que lo más común es que el niño artista se convierta en un adolescente amelonao. No, señores, en general, las personas no somos artistas. Mejor nos iría si reserváramos el título para esos tozudos creadores que, no teniendo más pretensión que la de hacer bien su oficio, llevan toda su vida perpetrando obras duraderas. Artista. Prefiero esa palabra cuando la oigo en Valle-Inclán o en la Zarzuela: "¡Artista!", siempre tiene algo de cachondeo en la pronunciación. Una muchacha aventurera, guapa y talentosa me enseñó el otro día la tarjeta que se ha hecho para el tiempo que va a pasar en Nueva York estudiando interpretación. Debajo del nombre había impreso su oficio: "actriz". La pobre notó que torcí el gesto y me dijo, ¿queda un poco hortera, verdad? Y me salió otro consejo: "Pues mira, sí". En nuestros oficios hay que dejar que el tiempo te conceda esa categoría, y no nombrarse a sí mismo como parte de un gremio: nosotros, los actores; nosotros, los poetas; nosotros, los artistas conceptuales. Agggg, la democratización de la palabra "artista" tuvo la culpa. A esa dudosa denominación los jóvenes valientes de la aventura neoyorquina unen una actividad que creen que les hace únicos: todos tienen blog. Fotos y experiencias contadas al instante. Información entorno al Yo sagrado, que parece ignorar que hay miles de Yoes que cuentan lo mismo. Y nadie, menos aún la gente de mi generación que practica el juvenilismo de forma patética, es capaz de afirmar que sólo el tiempo permite narrar una experiencia de forma única. Asumo que suena antiguo. Soy esa mujer de mediana edad que cree que la experiencia es un grado. Lo peor. Soy esa mujer que sobrevive en un mundo infestado de artistas. También soy esa mujer que cree que un cocinero no debiera calificarse como artista. No debiera un cocinero, como he leído, declarar que mientras ellos, los creadores, proporcionan experiencias culinarias, los restaurantes de menús de nueve euros simplemente alimentan. No debiera decirse en un país cuya tradición culinaria se forjó en la escasez. Y esa es nuestra maravilla, no sé si es exportable pero sí envidiable. Se acaba de publicar un estudio sobre el consumo de vino en Nueva York, en él se cuenta que los clientes de los buenos restaurantes son tan esnobs que, por sistema, nunca eligen el vino más barato. El crítico que lo escribe afirma que los exquisitos se han olvidado de apreciar el contexto. Cierto. Un vino italiano barato es el mejor compañero de una buena pasta; un tinto de verano de una paella al aire libre. ¿Es eso sólo alimentarse, cebarse? Los manifiestos debieran reservarse para la defensa de los necesitados; en el caso de los cocineros de altos vuelos, siendo el placer que ofrecen tan prohibitivo para la gente normal, cabe entenderse como una rebelión de los privilegiados que, aunque sea el último grito en rebeliones, puede generarles cierta antipatía entre ese pueblo soberano que rebaña con pan el plato del menú de nueve euros.

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